jueves, 19 de mayo de 2011

El Largo Camino de las Cercanías - II "Todo lo que baja debe subir..."






Exordio

El reflujo del miedo

Traerá las luces de la noche…

Martillos de acero templado por los dioses, huevos de serpiente donde los ofidios sueñan aún con el día de su nacimiento; piedras que los rayos escupieran alguna vez sobre la tierra… Los objetos sagrados de las épocas remotas, se acumulan en la Sala de los Pedestales. Cuando paseo entre ellos bajo la tenue luz de los quinqués azules, encendidos durante el día y la noche, escucho el chocar de huesos en los féretros índigos de mis ancestros.

Montados en dragones y serpientes altas como crepúsculos, los miembros de mi estirpe paterna descendieron del firmamento mientras el linaje que conduce a mi madre, emergió de la tierra. Mis antepasados nacieron y murieron durante milenios como guerreros o sacerdotes, y algunos de ellos aún viven en la carne de los gigantescos y milenarios árboles que se levantan en el sur del reino. Desde mi nacimiento, me enseñaron que el pasado es una niebla capaz de engendrar dioses y demonios; que al resonar su llamado, el aire se llena de escalas por medio de las cuales los miembros del reino, plebeyos o nobles, pueden ascender a los cielos o descender a los infiernos. La historia emerge como una niebla fina de los objetos; por momentos resalta el poder sacerdotal de mis antepasados y otras veces cuenta la primera y lejana rebelión de los guerreros, la que inspirara los levantamientos de los generales en los milenios que siguieron.

En las madrugadas en que las bestias del sueño recogen mi sudor y lo riegan en la hierba, me despierto alucinado y sólo me calma pasear por laSala de los Pedestales, sintiendo cómo aquellos objetos afrontan la eternidad.

Cuando era niño, los siete ancianos que educaran a tres generaciones de la dinastía, se descalzaban y hundían las cabezas en montañas de ceniza frente a un enorme granito caído del cielo, de la época en que las auroras se tocaban con la tierra. La piedra fue tallada por el mismo creador de la monarquía, aquel que aún vive en el firmamento, al que sólo pueden contemplar los árboles añosos que fueran mis ancestros.

Apenas dejé el seno de mi nodriza y pude sostenerme en mis pies, los ancianos me obligaron a sentarme frente a la piedra tallada que, en su elevado pedestal, era el único objeto por encima del trono y de la cabeza de mi padre. Los sabios del palacio afirman que noche a noche, el granito se enfrenta a las bestias de lo alto y debe vencerlas para que el sol siga saliendo. La vida de la roca está en los signos cuneiformes que brillan en la oscuridad y que en el lenguaje ignoto de los ancestros, el que sólo hablamos entre los nobles, anuncian como heraldos: Todo lo que baja debe subir. Todo lo que sube debe bajar.

Cada una de las letras emerge, vibra y late desde el fondo de la piedra, como el verde de los campos, como los latidos de las lejanías, como la mirada de mi quinta esposa cuando diera a luz su primer hijo. Todo lo que baja debe subir. Todo lo que sube, debe bajar

En los milenios que lleva nuestra dinastía, el pueblo narra historias sobre el origen de la roca; las cuentan a los niños y a los jóvenes, enlazándolas con el tenue hilado de las llamas nocturnas. Y así, el granito vive generación tras generación y es visto tan sólo por la gente del palacio, pero el pueblo que habita fuera de la muralla sabe de su existencia y en las noches, cuando el viento del sur imita el bramido de las bestias, elevan oraciones a la piedra, como si fuera el más importante de los dioses del panteón.

Cuando era niño, me obligaban a arrodillarme frente al granito, mientras uno de los ancianos, subido en zapatos de altos tacos, vestido con túnica y gorro negro y luciendo la barba larga hasta el principio del vientre, procuraba que se grabaran en mis ojos y en mi mente el significado de cada signo. La mirada firme de la anciana que había educado a mi padre, no me permitía llorar ante el dolor de las rodillas, y cuando el sueño aflojaba mi cuello y mis miembros, la tortura de un reclinatorio forrado de púas me obligaba a abrir los ojos.

Al caer la tarde, la risa de los criados y el ruido de platos y cucharas llegaban desde la cocina; entonces me ordenaban incorporarme y tocar la textura del granito; escuchar el roce del acero sobre la piedra y probar con mi lengua la superficie fría y levemente picante. Está vivo — me decían al oído convirtiendo la palabra en gota que atormenta — …está vivo niño; nunca pienses que es un objeto inerte, como un muerto.

Al cumplir nueve años, como lo establecía la tradición, debía narrar mis sueños al Consejo de Sabios; ellos comprobarían que lenta y firmemente me fuera convirtiendo en la piedra y que el granito con su extraña leyenda, formara parte de mí. A partir de entonces, noche tras noche, me enfrenté a las bestias que llegaban a destruir la luz. Las vencía una y otra vez, hasta que los habitantes del palacio divisaran por los vitrales la vibrante epidermis de la madrugada

Con el tiempo, los signos se grabaron en mi vientre. Por encima de mi ombligo, las letras iridiscentes anunciaban: TODO LO QUE BAJA DEBE SUBIR, mientras que cerca de mi sexo se completaba el axioma: TODO LO QUE SUBE DEBE BAJAR.

En las noches de infancia, salía en sueños por la ventana este del palacio. Las estrellas sostenían al pequeño príncipe desnudo, armado tan sólo con el cetro y todo ser que tropezaba conmigo, se apartaba espantado por el brillo de mi realeza. El nido de las bestias latía en un remolino del cielo y allí me enfrentaba a los ojos llenos de furia, a las bocas listas para la dentellada; pero siempre escapaban con terror, cuando descubrían las frases que mi vientre profería a la noche.

Al despertar de aquellos sueños, algunas veces sangraba mi nariz. El médico recogía entonces mi real fluido en un paño al que cortaba en trozos pequeños con los que, repitiendo la costumbre milenaria, elaboraba amuletos para todos los miembros del palacio. Mi sangre se extendía no sólo dentro de las paredes del castillo, sino que los trozos de tela pálida con manchas carmines, cubrían el cerco interior del foso; el pueblo se acercaba a admirarlo y todos trazaban el gesto de la hermandad, levantando la mano derecha y bajando la izquierda a la tierra; saludaban la sangre del príncipe que los protegía de las bestias oscuras de la noche.

Al cumplir doce años, advertí que la vida de la corte era la aplicación del principio escrito en el granito. En cada la luna llena, los ministros debían bajar al pueblo; los sirvientes de la cuadra, preparaban el antiguo carro azul, con el escudo de la dinastía y los funcionarios, calzados con zapatos altos como el minarete de la colina sur, marchaban hacia los barrios más miserables del reino. Aquel día, el pueblo cubría de guirnaldas las calles y los senderos; hasta los más miserables se bañaban, lucían los mejores vestidos y saludaban con alborozo el paso de la caravana.

Avanzada la tarde, los ministros llegaban con doce niñas, escogidas entre familias de artesanos, agricultores, cazadores o aún entre los que moraban en la columna del oeste, los desheredados que vivían de la limosna de los más pobres. Esa noche se les brindaba a las niñas una comida escasa y la vieja aya las obligaba a contemplar las estrellas hasta la madrugada. Cuando el sol trazaba líneas rojas en el cielo, las sirvientas las desnudaban y les exigían pararse frente a los vitrales de la ventana del este, mientras mi padre, yo y toda la corte, observábamos atentos. El brillo del lucero debía caer sobre los cabellos de la primera de las niñas y rebotar en las cabezas de las otras, formando un concierto de luz que iluminara el palacio como una ráfaga súbita, un momento antes de la llegada de la aurora. Las niñas cuyos cabellos no recibían el reflejo, eran devueltas a sus hogares, donde padres, hermanos y parientes se cubrían la cabeza de cenizas, se rasgaban la ropa, colgaban pendones negros en las viviendas y lloraban durante tres días con lastimeros aullidos.

La luz había llegado con forma de pájaro y las cabelleras de las niñas las habían recibido como nidos dispuestos; serían educadas para mi harén y crecerían como plantas extrañas en los dormitorios y los grandes salones. Habían llegado al maravilloso tiempo del palacio, trepando desde lo más bajo, para dar placer a aquel hombre del futuro que tendría mi nombre y mis rasgos.

Otras veces, cuando el mes irisado llegaba a su fin y el río crecía con las aguas del deshielo, la comitiva real bajaba al pueblo a buscar artesanos: peluqueros, bufones, panaderos, cocineros a fin de que sirvieran al rey, a su familia y a los miembros de la corte. La comitiva, que esta vez llevaría máscaras de pájaros y trajes con plumas, debía ornar a los seleccionados con vestidos de paño rojo y traerlos al palacio en uno de los carruajes más bellos, mientras la multitud de miserables, olvidando el hambre, la enfermedad y la muerte, los seguiría hasta la puerta del norte para verlos entrar.

Cuando era niño, aprovechando el alboroto de esos días, escapaba para ver la masa de infelices; ojos desorbitados, pupilas enormes como lunas y sonidos sordos, como los graznidos de los gansos. Celebraban que en ese día, algunos de ellos, arribaran en un inesperado vuelo a la felicidad del palacio. En desmedido júbilo, amenazaban con una avalancha y los guardias debían golpearlos para que entre el éxtasis y la desesperación, no se precipitaran en el castillo. En mis escapadas, pude ver las cabezas abiertas, los rostros cubiertos de sangre y los cuerpos que rodaban en el polvo. Un carro los recogería en el crepúsculo, y en las pupilas de vivos y cadáveres, observaría la misma felicidad.

Todo lo que baja debe subir: esa parte del axioma, también se aplicaba a los criminales: ladrones, asesinos o aquellos que cometían el delito de sedición. Luego de detenerlos, se los llevaba a una de las prisiones del palacio, de paredes blancas como la muerte. Allí, el criminal encadenado, comía lo necesario para mantenerse los siete días en los que el tribunal debía deliberar sobre su destino. Los jueces estudiaban desde el color del cielo en el crepúsculo y el amanecer, hasta la forma y la consistencia de las heces del reo, así como los pájaros que se detenían, cantaban o se apareaban en las cercanías de la celda. Un grupo de sirvientes especialmente entrenados, llevaban un registro de lo que ocurría en el palacio la última jornada: accidentes domésticos, comportamientos de los animales o algo inusual en mi conducta o en la de mi padre; todo ello podía ser una diferencia entre la vida y la muerte del acusado. Los jueces recogían el material y antes de la caída del sol, debían tener el veredicto. Sólo ellos conocían los vínculos secretos entre aquellos hechos inocentes y el animal oscuro e informe de la voluntad humana.

Aún en los casos donde las evidencias eran irrefutables, mi padre primero y yo con el paso de los años, debíamos entrevistar al procesado y dar la palabra definitiva sobre su culpa. Ante los jueces, los reos alegaban, lloraban, clamaban o se rebelaban despellejándose muñecas y piernas con los grillos, pero cuando veían la sombra de la corona y del manto, hacían silencio, se arrodillaban y bajaban la cabeza,. Entonces el soberano repetía las palabras que pronunciaran miles de veces los antepasados celestes o terrestres.

En el parque del palacio, hay una gacela atenta a tu suerte; hoy un pájaro del jardín real ha batido las alas por ti. No evoques la muerte cruel en la hoguera o en el cepo; no te tortures previendo el hambre que abrirá tu vientre o el sol que te resecará como un pedazo de cuero. Piensa que has llegado hasta aquí, que aunque tus días sean breves y te encamines con rapidez a tu fin, quien te castiga también te bendice; quien te conduce al infierno te habrá mostrado una porción del paraíso..

Las condenas se cumplían en el sur del palacio, donde un patio enorme se abría a las noches, rodeado por altas murallas rebosantes de gemidos de ajusticiados. Desde las gradas del norte, todo el pueblo vería la ejecución. La maldad había llevado el reo hasta el palacio; el pueblo lo seguía y los gritos de júbilo resonarían durante varios días.

Horca, degollamiento, decapitación; mi padre dejaba que el verdugo decidiera, ya que en el momento de matar, no hay nada mejor que la imaginación. En el reino, se prohibía toda forma de arte, pero ante una ejecución, mi padre buscaba a un poeta clandestino, a quien perdonabasus versos con la condición que oficie como verdugo. Tan sólo los artistas sabrían cómo lograr que el último suspiro coincidiera con el final del sol, con el primer rayo de la aurora o con los matices de la luna; tan sólo los poetas podían descubrir y revelar la belleza de las brutales ejecuciones; el ángulo en que debía cortarse un cuello, la elegancia de un cuerpo al caer; un rayo de sol descubriendo el negro brillo de la sangre. Ellos eran los únicos capaces de convocar al viento y al agua para exhumar la hermosura de la muerte. Al terminar todo, mi padre leexigía al verdugo el compromiso de no seguir componiendo poesía, con la certeza que el vate no cumpliría lo acordado; pero al aplicar su arte a la muerte, los versos rezumarían sangre; las miradas al cielo, a las flores, a los ríos y al amor, perderían la inocencia, ya que todo asesinato pesa sobre las acciones del hombre como la sombra de un eterno patíbulo.

En las tardes serenas del reino, el polvo que es atravesado por el sol en las luminosas habitaciones del palacio, habrá estado antes en el fondo de las tumbas. Nuestra sangre real, antes de correr por nuestras venas, habrá descansado en lo más bajo de las estrellas. Cuando en las noches, los miserables desvelados miran las leves luces de las ventanas, presienten mi presencia y saben que en mí están los bosques los prados, las llanuras y las montañas que muestran al sol sus tenues carnes; saben que los pájaros del reino vuelan hacia mí y se funden en mi pecho; que soy la embriaguez sin límites de cada uno de mis súbditos; que atravesar alguna de las cuatro puertas del palacio para vivir o morir, es la felicidad; la vida eterna; la luz del paraíso capaz de detener las agonías.

Todo lo que baja debe subir…

Inxordio:

Cuando en las noches desciendo las laderas,

brillan a lo lejos las luces de la ciudad del dios.


© El Largo Camino de las Cercanías - II "Todo lo que baja debe subir..."

Dirección Nacional de Derechos de Autor Registro Nº 928616 - Buenos Aires, mayo 19 de 2011

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