jueves, 19 de mayo de 2011

El Largo Camino de las Cercanías - II "Todo lo que baja debe subir..."






Exordio

El reflujo del miedo

Traerá las luces de la noche…

Martillos de acero templado por los dioses, huevos de serpiente donde los ofidios sueñan aún con el día de su nacimiento; piedras que los rayos escupieran alguna vez sobre la tierra… Los objetos sagrados de las épocas remotas, se acumulan en la Sala de los Pedestales. Cuando paseo entre ellos bajo la tenue luz de los quinqués azules, encendidos durante el día y la noche, escucho el chocar de huesos en los féretros índigos de mis ancestros.

Montados en dragones y serpientes altas como crepúsculos, los miembros de mi estirpe paterna descendieron del firmamento mientras el linaje que conduce a mi madre, emergió de la tierra. Mis antepasados nacieron y murieron durante milenios como guerreros o sacerdotes, y algunos de ellos aún viven en la carne de los gigantescos y milenarios árboles que se levantan en el sur del reino. Desde mi nacimiento, me enseñaron que el pasado es una niebla capaz de engendrar dioses y demonios; que al resonar su llamado, el aire se llena de escalas por medio de las cuales los miembros del reino, plebeyos o nobles, pueden ascender a los cielos o descender a los infiernos. La historia emerge como una niebla fina de los objetos; por momentos resalta el poder sacerdotal de mis antepasados y otras veces cuenta la primera y lejana rebelión de los guerreros, la que inspirara los levantamientos de los generales en los milenios que siguieron.

En las madrugadas en que las bestias del sueño recogen mi sudor y lo riegan en la hierba, me despierto alucinado y sólo me calma pasear por laSala de los Pedestales, sintiendo cómo aquellos objetos afrontan la eternidad.

Cuando era niño, los siete ancianos que educaran a tres generaciones de la dinastía, se descalzaban y hundían las cabezas en montañas de ceniza frente a un enorme granito caído del cielo, de la época en que las auroras se tocaban con la tierra. La piedra fue tallada por el mismo creador de la monarquía, aquel que aún vive en el firmamento, al que sólo pueden contemplar los árboles añosos que fueran mis ancestros.

Apenas dejé el seno de mi nodriza y pude sostenerme en mis pies, los ancianos me obligaron a sentarme frente a la piedra tallada que, en su elevado pedestal, era el único objeto por encima del trono y de la cabeza de mi padre. Los sabios del palacio afirman que noche a noche, el granito se enfrenta a las bestias de lo alto y debe vencerlas para que el sol siga saliendo. La vida de la roca está en los signos cuneiformes que brillan en la oscuridad y que en el lenguaje ignoto de los ancestros, el que sólo hablamos entre los nobles, anuncian como heraldos: Todo lo que baja debe subir. Todo lo que sube debe bajar.

Cada una de las letras emerge, vibra y late desde el fondo de la piedra, como el verde de los campos, como los latidos de las lejanías, como la mirada de mi quinta esposa cuando diera a luz su primer hijo. Todo lo que baja debe subir. Todo lo que sube, debe bajar

En los milenios que lleva nuestra dinastía, el pueblo narra historias sobre el origen de la roca; las cuentan a los niños y a los jóvenes, enlazándolas con el tenue hilado de las llamas nocturnas. Y así, el granito vive generación tras generación y es visto tan sólo por la gente del palacio, pero el pueblo que habita fuera de la muralla sabe de su existencia y en las noches, cuando el viento del sur imita el bramido de las bestias, elevan oraciones a la piedra, como si fuera el más importante de los dioses del panteón.

Cuando era niño, me obligaban a arrodillarme frente al granito, mientras uno de los ancianos, subido en zapatos de altos tacos, vestido con túnica y gorro negro y luciendo la barba larga hasta el principio del vientre, procuraba que se grabaran en mis ojos y en mi mente el significado de cada signo. La mirada firme de la anciana que había educado a mi padre, no me permitía llorar ante el dolor de las rodillas, y cuando el sueño aflojaba mi cuello y mis miembros, la tortura de un reclinatorio forrado de púas me obligaba a abrir los ojos.

Al caer la tarde, la risa de los criados y el ruido de platos y cucharas llegaban desde la cocina; entonces me ordenaban incorporarme y tocar la textura del granito; escuchar el roce del acero sobre la piedra y probar con mi lengua la superficie fría y levemente picante. Está vivo — me decían al oído convirtiendo la palabra en gota que atormenta — …está vivo niño; nunca pienses que es un objeto inerte, como un muerto.

Al cumplir nueve años, como lo establecía la tradición, debía narrar mis sueños al Consejo de Sabios; ellos comprobarían que lenta y firmemente me fuera convirtiendo en la piedra y que el granito con su extraña leyenda, formara parte de mí. A partir de entonces, noche tras noche, me enfrenté a las bestias que llegaban a destruir la luz. Las vencía una y otra vez, hasta que los habitantes del palacio divisaran por los vitrales la vibrante epidermis de la madrugada

Con el tiempo, los signos se grabaron en mi vientre. Por encima de mi ombligo, las letras iridiscentes anunciaban: TODO LO QUE BAJA DEBE SUBIR, mientras que cerca de mi sexo se completaba el axioma: TODO LO QUE SUBE DEBE BAJAR.

En las noches de infancia, salía en sueños por la ventana este del palacio. Las estrellas sostenían al pequeño príncipe desnudo, armado tan sólo con el cetro y todo ser que tropezaba conmigo, se apartaba espantado por el brillo de mi realeza. El nido de las bestias latía en un remolino del cielo y allí me enfrentaba a los ojos llenos de furia, a las bocas listas para la dentellada; pero siempre escapaban con terror, cuando descubrían las frases que mi vientre profería a la noche.

Al despertar de aquellos sueños, algunas veces sangraba mi nariz. El médico recogía entonces mi real fluido en un paño al que cortaba en trozos pequeños con los que, repitiendo la costumbre milenaria, elaboraba amuletos para todos los miembros del palacio. Mi sangre se extendía no sólo dentro de las paredes del castillo, sino que los trozos de tela pálida con manchas carmines, cubrían el cerco interior del foso; el pueblo se acercaba a admirarlo y todos trazaban el gesto de la hermandad, levantando la mano derecha y bajando la izquierda a la tierra; saludaban la sangre del príncipe que los protegía de las bestias oscuras de la noche.

Al cumplir doce años, advertí que la vida de la corte era la aplicación del principio escrito en el granito. En cada la luna llena, los ministros debían bajar al pueblo; los sirvientes de la cuadra, preparaban el antiguo carro azul, con el escudo de la dinastía y los funcionarios, calzados con zapatos altos como el minarete de la colina sur, marchaban hacia los barrios más miserables del reino. Aquel día, el pueblo cubría de guirnaldas las calles y los senderos; hasta los más miserables se bañaban, lucían los mejores vestidos y saludaban con alborozo el paso de la caravana.

Avanzada la tarde, los ministros llegaban con doce niñas, escogidas entre familias de artesanos, agricultores, cazadores o aún entre los que moraban en la columna del oeste, los desheredados que vivían de la limosna de los más pobres. Esa noche se les brindaba a las niñas una comida escasa y la vieja aya las obligaba a contemplar las estrellas hasta la madrugada. Cuando el sol trazaba líneas rojas en el cielo, las sirvientas las desnudaban y les exigían pararse frente a los vitrales de la ventana del este, mientras mi padre, yo y toda la corte, observábamos atentos. El brillo del lucero debía caer sobre los cabellos de la primera de las niñas y rebotar en las cabezas de las otras, formando un concierto de luz que iluminara el palacio como una ráfaga súbita, un momento antes de la llegada de la aurora. Las niñas cuyos cabellos no recibían el reflejo, eran devueltas a sus hogares, donde padres, hermanos y parientes se cubrían la cabeza de cenizas, se rasgaban la ropa, colgaban pendones negros en las viviendas y lloraban durante tres días con lastimeros aullidos.

La luz había llegado con forma de pájaro y las cabelleras de las niñas las habían recibido como nidos dispuestos; serían educadas para mi harén y crecerían como plantas extrañas en los dormitorios y los grandes salones. Habían llegado al maravilloso tiempo del palacio, trepando desde lo más bajo, para dar placer a aquel hombre del futuro que tendría mi nombre y mis rasgos.

Otras veces, cuando el mes irisado llegaba a su fin y el río crecía con las aguas del deshielo, la comitiva real bajaba al pueblo a buscar artesanos: peluqueros, bufones, panaderos, cocineros a fin de que sirvieran al rey, a su familia y a los miembros de la corte. La comitiva, que esta vez llevaría máscaras de pájaros y trajes con plumas, debía ornar a los seleccionados con vestidos de paño rojo y traerlos al palacio en uno de los carruajes más bellos, mientras la multitud de miserables, olvidando el hambre, la enfermedad y la muerte, los seguiría hasta la puerta del norte para verlos entrar.

Cuando era niño, aprovechando el alboroto de esos días, escapaba para ver la masa de infelices; ojos desorbitados, pupilas enormes como lunas y sonidos sordos, como los graznidos de los gansos. Celebraban que en ese día, algunos de ellos, arribaran en un inesperado vuelo a la felicidad del palacio. En desmedido júbilo, amenazaban con una avalancha y los guardias debían golpearlos para que entre el éxtasis y la desesperación, no se precipitaran en el castillo. En mis escapadas, pude ver las cabezas abiertas, los rostros cubiertos de sangre y los cuerpos que rodaban en el polvo. Un carro los recogería en el crepúsculo, y en las pupilas de vivos y cadáveres, observaría la misma felicidad.

Todo lo que baja debe subir: esa parte del axioma, también se aplicaba a los criminales: ladrones, asesinos o aquellos que cometían el delito de sedición. Luego de detenerlos, se los llevaba a una de las prisiones del palacio, de paredes blancas como la muerte. Allí, el criminal encadenado, comía lo necesario para mantenerse los siete días en los que el tribunal debía deliberar sobre su destino. Los jueces estudiaban desde el color del cielo en el crepúsculo y el amanecer, hasta la forma y la consistencia de las heces del reo, así como los pájaros que se detenían, cantaban o se apareaban en las cercanías de la celda. Un grupo de sirvientes especialmente entrenados, llevaban un registro de lo que ocurría en el palacio la última jornada: accidentes domésticos, comportamientos de los animales o algo inusual en mi conducta o en la de mi padre; todo ello podía ser una diferencia entre la vida y la muerte del acusado. Los jueces recogían el material y antes de la caída del sol, debían tener el veredicto. Sólo ellos conocían los vínculos secretos entre aquellos hechos inocentes y el animal oscuro e informe de la voluntad humana.

Aún en los casos donde las evidencias eran irrefutables, mi padre primero y yo con el paso de los años, debíamos entrevistar al procesado y dar la palabra definitiva sobre su culpa. Ante los jueces, los reos alegaban, lloraban, clamaban o se rebelaban despellejándose muñecas y piernas con los grillos, pero cuando veían la sombra de la corona y del manto, hacían silencio, se arrodillaban y bajaban la cabeza,. Entonces el soberano repetía las palabras que pronunciaran miles de veces los antepasados celestes o terrestres.

En el parque del palacio, hay una gacela atenta a tu suerte; hoy un pájaro del jardín real ha batido las alas por ti. No evoques la muerte cruel en la hoguera o en el cepo; no te tortures previendo el hambre que abrirá tu vientre o el sol que te resecará como un pedazo de cuero. Piensa que has llegado hasta aquí, que aunque tus días sean breves y te encamines con rapidez a tu fin, quien te castiga también te bendice; quien te conduce al infierno te habrá mostrado una porción del paraíso..

Las condenas se cumplían en el sur del palacio, donde un patio enorme se abría a las noches, rodeado por altas murallas rebosantes de gemidos de ajusticiados. Desde las gradas del norte, todo el pueblo vería la ejecución. La maldad había llevado el reo hasta el palacio; el pueblo lo seguía y los gritos de júbilo resonarían durante varios días.

Horca, degollamiento, decapitación; mi padre dejaba que el verdugo decidiera, ya que en el momento de matar, no hay nada mejor que la imaginación. En el reino, se prohibía toda forma de arte, pero ante una ejecución, mi padre buscaba a un poeta clandestino, a quien perdonabasus versos con la condición que oficie como verdugo. Tan sólo los artistas sabrían cómo lograr que el último suspiro coincidiera con el final del sol, con el primer rayo de la aurora o con los matices de la luna; tan sólo los poetas podían descubrir y revelar la belleza de las brutales ejecuciones; el ángulo en que debía cortarse un cuello, la elegancia de un cuerpo al caer; un rayo de sol descubriendo el negro brillo de la sangre. Ellos eran los únicos capaces de convocar al viento y al agua para exhumar la hermosura de la muerte. Al terminar todo, mi padre leexigía al verdugo el compromiso de no seguir componiendo poesía, con la certeza que el vate no cumpliría lo acordado; pero al aplicar su arte a la muerte, los versos rezumarían sangre; las miradas al cielo, a las flores, a los ríos y al amor, perderían la inocencia, ya que todo asesinato pesa sobre las acciones del hombre como la sombra de un eterno patíbulo.

En las tardes serenas del reino, el polvo que es atravesado por el sol en las luminosas habitaciones del palacio, habrá estado antes en el fondo de las tumbas. Nuestra sangre real, antes de correr por nuestras venas, habrá descansado en lo más bajo de las estrellas. Cuando en las noches, los miserables desvelados miran las leves luces de las ventanas, presienten mi presencia y saben que en mí están los bosques los prados, las llanuras y las montañas que muestran al sol sus tenues carnes; saben que los pájaros del reino vuelan hacia mí y se funden en mi pecho; que soy la embriaguez sin límites de cada uno de mis súbditos; que atravesar alguna de las cuatro puertas del palacio para vivir o morir, es la felicidad; la vida eterna; la luz del paraíso capaz de detener las agonías.

Todo lo que baja debe subir…

Inxordio:

Cuando en las noches desciendo las laderas,

brillan a lo lejos las luces de la ciudad del dios.


© El Largo Camino de las Cercanías - II "Todo lo que baja debe subir..."

Dirección Nacional de Derechos de Autor Registro Nº 928616 - Buenos Aires, mayo 19 de 2011

domingo, 13 de febrero de 2011

EL BRILLO DE LA MUERTE (De "El Largo Camino de las Cercanías")






EXORDIO

En la noche

pisaré tus huellas

y de la tierra

emanará el leve perfume

de las brillantes uvas de la muerte

GV

En cada una de las noches que duraron las siete guerras, contemplé desde la torre de mi palacio el brillo de la muerte. Refulgía entre los astros como una antorcha azul y al amanecer, el horizonte se teñía de sangre: violeta, la de aquellos que no hubieran deseado morir; roja y vibrante, las de quienes sentían el filo de los alfanjes en sus carnes, como el encuentro con una mujer desnuda en medio de la noche.

Muchas fueron las batallas en las que participaron los hombres de mi pueblo y en todas, ejércitos propios y enemigos, marcharon a la batalla con la certeza de ser los elegidos del cielo; en un bando y en otro, los profetas entonaron cantos de victoria y las pitonisas describieron visiones de reyes coronados con las estrellas de la noche. Los sacerdotes diseñaron paraísos para los guerreros que morían en combate; fértiles llanuras donde abundaba el vino y las mujeres hermosas; donde las plantas crecían sin que nadie haya sembrado; donde una fruta cortada de los árboles se multiplicaba por mil; paraísos cuyos atardeceres brindarían lluvias de copos blancos, deliciosos como nieve azul y azucarada.

Y así he visto a los soldados marchar gozosos al desastre; a las madres reír alborozadas al conocer la muerte de sus hijos; a los ancianos bendecir las masacres y convertir en fiesta los brumosos campos de batalla. Sólo yo, desde la torre de mi palacio, contemplaba noche a noche el brillo de la muerte, fascinante como la carcajada de un moribundo.



La mañana en que terminó la guerra, mis generales llegaron a la cámara real para presentar los informes de la victoria. La muerte, que había brillado durante años, como el fijo reflejo de un sol perpetuo, se desplegaba en tonos mates sobre gestos y rostros triunfales. El mariscal, de baja estatura, con el torso lleno de medallas y pendones, levantó un vaso de vino y con voz de borracho brindó tres veces por mi gloria eterna; al hacerlo, arrojó en mi rostro espesas nubes de aliento y ardientes gotas de saliva. En las largas épocas de paz, hubiera castigado esa conducta con el destierro o con la muerte, pero la guerra licuaba las cosas, los seres y alteraba el protocolo. Debía acceder a su borrachera, a sus miradas torvas para evitar la Rebelión de los Guerreros, aquella que afrontara mi bisabuelo y que casi cuesta la caída de la dinastía.

Según los informes de los generales, la victoria era total; en las calles, todos celebraban el fin de las batallas, con cantos, guirnaldas y ejecuciones de enemigos y traidores. El reino había crecido y las riquezas llegaban al pueblo, blancas, abundantes, prometedoras como las grullas en la primavera.

En las guerras que condujeran mis antepasados, los campesinos tomaron las armas para defender la tierra y al terminar la contienda, volvieron a los arados. Ahora los veo desfilar desde la ventana del sur; son pocos los que han amarrado cintas a las horquillas y la mayoría, vestidos como en los días de fiesta, han dejado para siempre los instrumentos de labranza. La enorme caravana corre hacia el crepúsculo como un vientre oscuro, emancipado del cuerpo y lleno de lejanías.

Más allá, esperan los vencidos. En sus cielos rojizos, los pájaros negros vuelan hacia atrás; quizá, luego de milenios, sean ellos los vencedores y retornen triunfales, pero ahora están a merced de mi pueblo y el brillo de la muerte ha descendido del cielo para alojarse en nuestros aceros. Algunos degollarán a sus hijos en zanjas oscuras y sangrientas, para evitar ejecuciones deshonrosas. Otros intentarán huir hacia el este, con la esperanza de atravesar la cordillera del sur, pero los matarán las tormentas o los monstruos que habitan los picos solitarios. La mayoría se arrodillarán implorando a sus dioses un milagro, mirando hacia el norte con un dejo de esperanza que se prolongará hasta un momento antes de la muerte.

Los generales me piden que los deje dirigir los saqueos. Sé que esperan hinchar sus vientres de monedas y cuando revienten los ombligos, tomarán las armas contra mí. En otra época, mi bisabuelo los escuchó murmurar en sueños “Hay que asaltar el cielo y de ese modo pudo detener la rebelión. El augur me dijo que la depredación no tendrá límites. La iniciará mi pueblo en las ciudades enemigas y desde allí la dirigirán contra sí mismos. Mi persona real y el palacio son lo más íntimo, lo más elevado que tienen; mi tiempo es distinto al de ellos, pero lo sostiene y le da sentido. Yo soy el cielo y a veces mi sabiduría llueve sobre los súbditos para conducirlos a la victoria, no sólo en la guerra sino en la paz. Si decidieran destruirme, sería el inicio de sus propias muertes.

Con un movimiento de mi cetro, autorizo a los generales a hundirse en las riquezas. La guerra disuelve todas las cosas y postularán la clemencia practicando la inclemencia; sus discursos sobre la bondad traerán iniquidad; el reflejo dorado del sol del atardecer, se convertirá en un destello sucio, aunque los dioses que anuncian la llegada de la noche, entonen himnos sobre el fragor de sus brillos.




Se ha perdido una generación de hombres; viudas y madres solitarias lloran su dolor y no puedo negar el derecho del saqueo. Es la fiesta turbulenta que llega luego de la penitencia de la guerra; el rayo cegador que confunde el brillo del oro con los goces celestes.

Tan sólo quedarán en los arrabales las mujeres oscuras, moliendo maíz para sus dos comidas diarias; los niños con vientres abultados, recogiendo hojas para quemar en las fogatas del atardecer. En mi pueblo son muchos los que mueren al nacer y lo hacen en silencio; el arte de la agonía es un acto cotidiano, opaco y duro como las piedras de los senderos reales. En su miseria, los súbditos más humildes, dejan las labores tres veces en el día y se prosternan hacia la torre azul de mi palacio. Pueden ver mi tiempo, colgando de los alfeizares como tapices secándose al sol. Ellos no sueñan con ocupar mi lugar. Saben que haber llegado a esta existencia gris y sucia es un privilegio y que mi tiempo intacto, claro como el sol del verano, lo ha permitido. Ellos no sueñan con la rebelión; yo habito en el cielo y si lo invadieran, caerían las estrellas.

Cuando cae la tarde los veo por las ventanas de la cúpula del este. Desde allí parecen insectos, moviéndose con lentitud junto a los arroyos que desembocan en el río. De mí dependen sus bendiciones o sus desgracias y muchos creen firmemente que cuando el universo gire un ciclo, ellos también serán reyes silenciosos, solitarios, recibiendo del cielo la misión de mantener a otro grupo de miserables; de conocer cada una de las historias y decidir las vidas o las muertes con un movimiento de ojos o de manos

Me repito una vez más que las guerras han terminado y lo ratifica el levísimo gemido de los muertos que llega como un perfume desde los campos de batalla. Camino por la galería del sur; es de mañana y el ruido de mis pasos suena con un extraño eco. Por primera vez estoy solo en el palacio. Hasta el último de los criados se ha marchado en busca de riquezas y me dirijo a la cámara donde conservo mis atributos reales.

Cubro mis hombros con el manto rojo al que recorre una estola negra; su caricia me protegerá de los vientos del norte como un animal poderoso y amable. Lo bordaron doce doncellas que ordené decapitar al terminar el trabajo, para asegurar que aquella prenda, destinada al rey, fuera la única obra de sus vidas.

Tomo mi corona de oro macizo; mi padre la hizo forjar por siete herreros y el oro fue recogido en las campañas contra los pueblos del sur. Recuerdo sus palabras cuando me la entregó: Hemos matado a muchos para obtener este metal. Nada se obtiene sin que alguien muera por ello. El edificio más fuerte es el que tiene un cadáver en sus cimientos. Siempre me estremezco al sentir las vértebras de mi cuello, acomodándose para sostener su peso. Si no eres digno de ella — añadiría mi padre — su peso te arrastrará a los infiernos.


Recojo el tercer atributo real: la esfera azul que representa el mundo. Construida en nácar por los orfebres del reino, representa mi comarca y las tierras que se encuentran más allá de los límites.. Observo la línea tenue de los continentes conocidos; todas las tierras son mías, aunque en ellas gobiernen otros reyes, aunque los habitantes no hayan escuchado nunca de mi real presencia. Mi reino es el centro del mundo; mi aliento es el viento que corre por sus llanura; mis lágrimas la lluvia que abona sus campos y mi palabra el retumbar de sus truenos.

Con mis atributos subo los escalones gastados y llego a la terraza, colmada de minaretes y torres. Me escoltan una lanza desgastada por la lluvia; algunas piedras arrojadas en el último sitio; ballestas silenciosas e inmóviles rodeadas de huesos y de pájaros. Todo recuerda la guerra que ya no llena los ojos de los soldados ni envenena el tiempo. A lo lejos, las nubes se han opacado y no reflejan el brillo de la muerte. Los enemigos no surgirán del horizonte, pero yo sigo alerta.

El sol brilla entre nubes azules. La brisa del sur, huele a flores; un canto solemne resuena silencioso en el cielo y se detiene el piar de los pájaros. Es la primera vez que el castillo está solo. No se escuchan los pasos apagados de los criados, el murmullo impaciente de los edecanes ni las órdenes lejanas de los generales. El silencio es una niebla brillante que se cuela por los intersticios de las piedras; un bloque apretando mi pecho y llenando mi nariz de tibios gusanos. Mi mano venció a los enemigos, pero ahora triunfa la angustia del silencio; la paz de la tarde me apunta con sus lanzas y me obliga a marcharme de mi torre con la corona ladeada, los hombros bajos y en mi pecho un rumor de barcos y puertos.


INXORDIO

Andaré en la mañana

El largo camino de las cercanías



Gocho Versolari

Registro Derechos de Autor - Colombia 2011 - Nº 1-2011-6190


viernes, 21 de enero de 2011

El Conejo


Jean-Baptiste Chardin
Un conejo muerto y pájaros






El samsara es un conejo

me dirá la diosa con rostro de adolescente, largos cabellos y labios aún manchados por la ambrosía.

Busco su madriguera
y cada minuto de la tarde
se convierte en un kalpa
y el conejo entra y sale,
blanco torpedo
sobre la sábana verde del crepúsculo.

La diosa me mirará con sus ojos verdosos y grises y amanecerá en la antesala de mi muerte, momento en que los dioses descienden para decirnos aquello que pudiera haber sido útil en la vida.

El sanmsara es un conejo

- repetirá la niña diosa con una carcajada azul -

entra y sale
y cuando parece engullido por la tierra
lo vemos escapar por túneles
en los que el cielo lleva el agua de las noches
a través de la tierra.
El nos dice que las rocas viven
pero a veces lo olvida
y juguetea a lo largo de las eras
hasta que muere
por comer pasto envenenado
o su cuerpo se derrumba
y cae desde la altura inmensurable
que va de su cabeza
a la tierra fresca de la mañana.

En sus últimas palabras, la diosa deberá gritar junto a mi oído para hacerse escuchar por encima del estertor. Llevaré su armónica voz a la otra orilla.

Salta el conejo;
desde sus ojos amarillos
se despliegan los amaneceres de los mundos
donde volverás a correr
donde las noches
te dirán tus secretos, la palabra olvidada...

Sólo veré los labios de la diosa y una barca parecerá llevarme por un río ensangrentado. Al marcharme, amanecerán cormoranes en el mundo cuadrado de la muerte.

Gocho Versolari

domingo, 24 de octubre de 2010

Descalzo en el Reino del Metal (8)





Mis pies, anchos como el mundo,
pisan desnudos universos de sal,
de zinc,
de manganeso;
mis plantas blancas como soles
aplastan los vidrios de la noche;
y deslumbran galaxias.

Afuera llueve suavemente
contra los curvos cristales de la noche
Tus manos en la luz mortecina,
aprietan mi pulmón
en la zona plantar del pie derecho,
exactamente debajo de los dedos
y al presionar el mediastino
las estrellas escapan
por las puntas de mis dedos gordos;
como un enjambre de mariposas pardas
se unen a la lluvia,
y a la forma del canto de la noche.

Por la ley de gravedad
y de este envejecer
al ritmo de las noches,
las palabras se vuelcan en mis plantas
y luego trepan desde mis empeines
alegres,
descalzas,
rejuvenecidas;
turbamulta de ruidosas estrellas
que entre las Osas y Aldebarán
descubrirán una constelación
con forma de desnudos pies;
arcos y dedos como agujeros negros,
empeines de quasares...
allí, pasos desnudos templarán atanores
donde estelares alquimias metalúrgicas
fraguarán los pulmones del cosmos
mientras descalzos corifeos
accionarán los fuelles
para que pueda respirar al universo.

Llueve con la sencillez de tus desnudos pasos
y de tus manos que acarician mis plantas.
Luego de amarme
inclinarás tus labios
gruesos y húmedos como el cielo de la noche
y besarás mis pies
bajo el buitre de la próxima alborada.


Gocho Bersolari

martes, 19 de octubre de 2010

Dukkha y el Cadáver (de "Cantos del Samsara")





Dukkha se acercó al cadáver,

se quitó la ropa lentamente,

cerró los ojos y su cuerpo

brillo en el principio de la noche.

Al sentirla desnuda,

el cadáver se despertó con sed;

en mitad de la muerte

había escuchado hablar del vino negro

que destilan las orillas del mundo

y devuelve la vida.


(Unas horas antes, Dukkha se había desnudado para mí, calmando y alimentando la sed que engendraba su piel blanca y brillante como la luna en los estanques de Palermo).



Se destilaba el cielo en el largo cabello de Dukkha

Sus rizos se llenaban

de cucarachas y de astros

Sus pies penetraban la tierra

con sueño de raíces.

Sentado en su ataúd,

repetía el cadáver:

Dame vino por favor... Dame vino...

y acomodaba los ijares

mientras la fronda del cementerio

cerraba sus mandíbulas

en torno a luciérnagas azules

que iban y venían

de lo profundo de la tierra


(Dukkha restregaba sus manos y agitaba sus caderas. Sonreía suavemente; las montañas lejanas parecían emerger de su cuello y las estrellas mordían la curva de su frente.)


El agua o el vino que pueda brindarte

- dijo al muerto -

harán crecer tu sed

y lograrán que vuelvas

una vez,

y otra

a sufrir iluminado por las lunas

calientes como puños de sangre

Si me amas retornarás;

rodarás por cañaverales;

te ahogarás en las quebradas negras

envejecerás y llegará la muerte

cuando el sol degüelle golondrinas

y la noche arañe los sueños de las niñas.


(Dukkha, me enloquece tu piel cuando disuelve los atardeceres como un grito alcalino, como una mayo yerta y te deseo aunque deba atravesar la muerte vida a vida; aunque brillen los eones y los kalpas ardan uno tras otro, como las cuentas de un rosario).



El demonio Mara

arengaba a las nubes del crepúsculo

El cadáver se podría; los gusanos

batían su vientre, sus jugos y su alma

El olor embriagante de Dukkha

lo hacía pedir vino con los labios hinchados

No importa que tu cuerpo siga inmóvil

- siguió Dukkha -

Yo alimentaré tu sed de movimientos

y volverás a la noche y a los días

a caminar las calles y a encontrarme

en rostros de muchachas,

en parturientos vientres,

en estertores de los que agonizan.

Mira el demonio Mara:

el se ríe de tu sed y la alimenta.

Su mano se mueve con la mía

sus labios vomitan mis palabras.


(Y besaste al cadáver con tus labios rojos como la sombra de las estrellas y me estremecí al ver tu cuerpo junto al sueño de los buitres; a la carroña de la tierra).


El hombre muerto suspiró

al recibir el beso de la joven

Afuera la llovizna

empapaba los senderos

y saciaba la continua sed

de las lenguas de la fronda.

El beso de Dukkha

llenó la boca del cadáver

de víboras calientes

que se arrastraron en sus intestinos

y colgaron dentro de su cráneo

las semillas de las existencias,

dispuestas a engendrar otros tiempos, otros flujos;

otros aullidos del cielo y de la tierra.


(Me alejo Dukkha, bajo la llovizna que tiñe mi sombra de plateado , que me llena de peces y penumbra. Me alejo, Dukkha. Espero verte en mi pequeño cuarto, desnuda en el crepúsculo, cimbrando entre las sombras. No me importa volver al sufrimiento mientras tu carne blanca se convierte en líquido para saciar estos instantes, cuando el aire se enciende y muestra el mundo sus costuras de luz. Me alejo, Dukkha. Arriba, brillan los muertos y explotan las estrellas).


Gocho Bersolari

lunes, 20 de septiembre de 2010

Ayúdame a disolverme






Ayúdame a disolverme.
Átame en cruz sobre un roble
mientras los sicomoros de la tarde
tienden barreras de viento y pan

Ayúdame a disolverme.
Espera que con el rocío del crepúsculo
mi carne se vuelva azúcar y silencio
y arranca sus mechones.
Te veré devorarlos
cuando la luna asome
y prepare jardines en el aire.

Ayúdame a disolverme
a preparar la muerte en tu mirada
la muerte que se mezcla con la noche
y levanta pendones y medallas

Ayúdame a disolverme
Mis ojos brotados te verán devorarme
y cuando llegue el alba
te ocuparás del azúcar de mis huesos.
En la media mañana
cuando asomen los niños y los viejos
busquen el calor en los portales,
verán las cuatro argollas, las que sostuvieran
mis manos y mis pies
En tus senos llevarás mi mirada
Mis oídos
se abrirán en tu garganta y mis noches
treparán por tus piernas
Arrojarás mis penachos al sendero
donde cascos de asnos y caballos
modelarán los fantasmas de los días

Ahora,
con mi carne tensa bajo la luna nueva,
te repito:
Ayúdame a disolverme,
a trepar los hollines invisibles
mientras la nada muerde mis nalgas
con dientes de silencio.

Luego la muerte recorrerá jardines
y llegará por enmohecidos huertos
para llevar la ausencia de mi cuerpo
sostenido roble a roble
por los azules clavos del recuerdo.


Gocho Versolari

viernes, 10 de septiembre de 2010

Acuéstala sobre los lirios





,,,-almas del hueco de la noche-
en ese espacio
en donde asaltan los recuerdos y las dudas
en donde arremeten
con sus puñales o sus lirios

Maria Eugenia Caseiro 7/29/04




Mátala suavemente
y acuéstala sobre los lirios.
El puñal sangrante
y sus ojos abiertos. Afuera
truenan las lechuzas y los patos
vuelan a la estratósfera. El mendigo
entre sus barbas verdes
cargará con la culpa.

Mátala suavemente
y acuéstala sobre los lirios
que se esperaron durante años
el cuerpo inerte:
la yugular cortada
y la carne intacta.

Después recorrerás los albañales
convertido en rata azul,
en un rinoceronte enano,
en un grito ronco y pendular
que se pierde y se pierde
en la carne de las tempestades.

Mátala suavemente
y acuéstala sobre los lirios. En la mañana
pájaros inmóviles
dejarán un poema en tus oídos.


Gocho Versolari