miércoles, 1 de septiembre de 2010

Las tardes y las noches de Belisario Ruano (1993)

















Sólo podemos hablar
de las tardes,
de las noches
de Belisario Ruano
ya que sus mañanas,
entre las seis y las catorce
lo vomitaban
sistemáticamente
y lo dejaban flotar en el aire
de junio,
de noviembre
como destellos apenas luminosos,
como gusanos invisibles.
Sólo podemos hablar
de las tardes en las que Belisario
nacía puntualmente a las catorce
y repetía
y repetía
los mismos gestos,
las mismas situaciones
junto a las azules
ventanas de su cuarto
que daban a terrosas veredas
repletas de muchachas:
única señal de la existencia
de las mañanas y los mediodías;
Belisario
las escuchaba fascinado
hablar de despertares,
hablar de desayunos
de almuerzos y de siestas,
mientras se retocaban las pinturas de los ojos
y se ajustaban las peinetas.
Y Belisario, tímido,
enredaba a lo largo de su cuerpo
el extenso cordón umbilical
que lo cubría hasta los muslos
y salía lentamente de su cuarto,
con el torso desnudo,
descalzo,
sea cual fuere la estación del año.
Entonces lo rodeaban las muchachas
y lo miraban en silencio,
siendo conscientes de que se encontraban
frente a un hombre
para quien no existían las mañanas;
frente a un hombre
que cada tarde
debía asumir la tarea de iniciar la vida.
Las dos muchachas más hermosas
lo tomaban
una de cada brazo: el vello húmedo,
tibio y pegajoso
por el líquido amniótico
y aunque caminaran lentamente
hacia el lejano muelle,
las tardes,
rodaban vertiginosas por el cielo; en el otoño
las llevaban las ruedas de las nubes;
en el verano
explotaban en luces
y armaban las centellas
un azulado campo de batalla
donde guerreros bravos morían apurados
antes de la hora de la cena.
Con las primeras sombras las muchachas
debían regresar a sus hogares
y Belisario Ruano
paseaba entonces solitario,
siempre enfundado
en su cordón umbilical vibrante
y lo cubría la noche
eterno embudo negro.
La soledad
llegaba desde abajo
desde las ranuras
que cubrían las bocas de tormenta.
La soledad
llegaba desde abajo
hundiéndose en su próstata
como una nube de cristales agudos,
puntiagudos
y desataban de pronto los riñones
los apocalipsis de su sangre negra.
Eran las noches de Belisario Ruano
como perros enormes
con dientes afilados
masticando su cordón umbilical,
dejándolo desnudo
junto a los viejos barcos oxidados.
Algunas veces
caminó por calles solitarias,
hasta los barrios lujosos y apartados
donde vivían las muchachas de las tardes.
Ellas podían diariamente
verter sobre sus pechos
pequeños,
infantiles,
el jugo azul de las mañanas
y la eclosión de rotundos mediodías.
Y Belisario Ruano
violaba viejas puertas
y entraba en jardines florecidos
y trepaba a las hiedras
y miraba dormir a las muchachas
de bellezas inmóviles.
En verano
entraba en silencio a las piezas enormes
y pasaba minutos
con la mirada fija
en peces tornasoles
en aceitosos lenguados claroscuros
que amenazaban saltar
de sus escotes.
Después
Belisario descendía por las hiedras
caminaba hacia barrios suburbanos
y jugaba a la rayuela en sus veredas.
Hacia las cuatro
con los primeros resplandores de la aurora
cantaba la versión completa
de "Tosca" de Puccini
y a pesar de la dulzura de su canto
recibía pedradas
y gritos de vecinos
y algunas latas con tomates
de cosechas de pasados años.
Ya cerca de las seis volvía a la costa.
Casi siempre
un trozo de cordón umbilical
colgaba de su coxis
como resabios de una cola.
Detenido en el muelle
miraba el horizonte
y reía inexplicablemente a carcajadas
mientras el sol
montaba cuidadosamente
sus rojas rampas sobre el cuadrante este.
Belisario reía
mientras los fogonazos de la primera aurora
recortaban su vientre.
Belisario reía. Sus gritos recorrían
los campos cuadrados del espacio.
Casi sobre las seis
giraba lentamente hacia el naciente
abría los brazos
y a las seis menos cinco
los rayos iniciales
lo tomaban como dedos
invisibles y fuertes
y lo depositaban suavemente
en la lengua rojiza
de la mañana apoltronada
que lentamente lo iba vomitando
y las hilachas de Belisario Ruano
cubrían y empedraban
los claroscuros del primer crepúsculo.
Sólo conocimos
las tardes y las noches
de Belisario Ruano
ya que entre las seis y las catorce
lo vomitaban las mañanas
y el sol lo derretía
y arrojaba sus plumas una a una
y entonces Belisario
Moría la muerte de los pájaros.


Gocho Versolari

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